jueves, 18 de noviembre de 2010

Artículo 2001 Instituto Nacional de Previsión




PARECE QUE FUE AYER...




De la visera y los manguitos al Proyecto Silueta



Ahora mismo no recuerdo dónde puse mi último bolígrafo, hace tiempo que no lo veo. Es normal, cada día lo utilizo menos. Si acaso, un lápiz para escribir alguna nota, ... pocas.



Hoy en día únicamente es imprescindible el terminal del ordenador. No sólo ha venido a sustituir a ficheros y archivadores, sino que ha terminado por desplazar al bolígrafo y al bloc de notas.


Pero esto no siempre fue así. La realidad cotidiana nos priva de la retrospectiva de lo que un día fueron las herramientas de trabajo de los funcionarios.


Mi padre ingresó en la Casa del Chavo en 1.944, tenía entonces 17 años, pero todavía guarda vivo el recuerdo de las vicisitudes de aquella época de posguerra, de necesidades mal cubiertas, de remiendos con coderas y de sueldos de 333’33 Pts. (tan cierto como que es verdad).


Entonces se escribía con plumín y palillero. Los ordenanzas se ocupaban de que nunca faltara tinta en los tinteros. El papel secante resultaba imprescindible y los impresos y las fichas se rellenaban a mano.


Las aptitudes profesionales eran tenidas en cuenta de manera muy diferente a la actual. Así, quien tenía buena caligrafía, con letra redondilla, se encargaba de rotular los libros de registro y las etiquetas de los archivadores. A quien sabía dibujar le encomendaban el plano de localización de las agencias comarcales. El que andaba fuerte en aritmética se ocupaba de puntear las sumas y quien tenía buena voz entonaba la salve de las 12 que se rezaba, por imperativo de la superioridad, al pie de la escalera en la primera planta. Los que participaban, devotos, en la oración de los sábados, como premio, podían marcharse a casa al terminar. Sin embargo, los que ajenos al acto religioso optaban por permanecer en su puesto de trabajo tenían que quedarse hasta las dos.


Las viseras y los manguitos no eran elementos de disfraz sino artículos de necesidad. Mientras las primeras protegían los ojos de la titilante luz que emanaba de las bombillas que pendían del techo, los segundos preservaban los puños de las camisas de las inevitables manchas de tinta.


Por cierto, no siempre se disponía de luz eléctrica. En las épocas de restricciones se cortaba el suministro por la tarde y había que recurrir al auxilio de quinqués para seguir trabajando.


No obstante y mal que pesara alguna penalidad los funcionarios amaban la Casa como si de una patria se tratara.


Muchos objetos que formaron parte del paisaje de la oficina fueron desapareciendo paulatinamente de su entorno en favor de otros más modernos: los recios ventiladores sustituidos por aparatos de aire acondicionado, las sumadoras mecánicas por calculadoras electrónicas, los botes de pasta blanca Lakar o de goma arábica por sticks de pegamento retráctil, el papel carbón y cebolla por eficaces fotocopiadoras, las simpáticas Olivetti negras por silenciosas impresoras láser, los entrañables botijos por máquinas expendedoras de bebidas,…


Otros simplemente han pasado a formar parte de la historia sin necesidad de ser sustituidos: los sacapuntas de sobremesa, los lápices bicolor azul y rojo, las gomas de borrar tinta, los cocodrilos para ordenar por alfabético, los dedales para contar fichas, las esponjillas de humedecer, las estufas de piña, las bicicletas para llevar la valija urgente, la caja fuerte (más grande que mi comedor), los ceniceros, …


También desaparecieron puestos de trabajo que ahora se recuerdan con añoranza: el cajero parapetado detrás de su estrecha ventanilla, el fogonero que alimentaba la caldera y, con él, el olor de las longanizas de su almuerzo asadas a diario sobre el carbón convertido en ascuas, …


No quiero terminar este personal ejercicio de nostalgia sin evocar el recuerdo del viejo reloj que culminaba el edificio de la Casa del Chavo y que competía en antigüedad y exactitud con los del Ayuntamiento, Correos y la Estación. El épico final que merecen, como mínimo, máquinas tan imponentes es que un rayo ponga fin a sus días en una terrible noche de tormenta. Por ello se antoja injusto que la vida de nuestro reloj, fiel centinela del tiempo, terminase el día en que, inconsciente, vino a perturbar con su sonería el sueño de la madre del director de turno que, como era de rigor, habitaba el último piso del inmueble. Firmada la sentencia de muerte, se ejecutó al amanecer del día siguiente por inyección letal en sus venerables engranajes.


Valencia otoño del año 2.001.

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